El sol pegaba fuerte sobre el pequeño óvalo de tierra apisonada en las afueras de Talca. El ambiente era una mezcla de humo de anticuchos, polvo y el eco de los parlantes que chirriaban cada vez que el comentarista gritaba:
—¡Y ahí viene el número 17, el orgullo de San Javier, sigue peleando rueda a rueda!
En las graderías, familias enteras aplaudían y disfrutaban la carrera en desarrollo. El piloto del “17”, un tipo flaco de casco blanco y mirada fija, venía peleando rueda a rueda con los favoritos de la carrera. El auto Fiat 600 bien pintado, con calcomanías de talleres locales— rugía como si no tuviera mañana.
Cada vuelta lo acercaba más a los favoritos, hasta que… ¡clank! En la vuelta 12, una nube de vapor se asomó bajo el capó. El motor perdió potencia y el auto apenas alcanzó a rodar hasta los pits. La gente se puso de pie.
—¡Parece que se acabó la fiesta para el 17! —dijo el comentarista, casi con pena.
Pero en los pits, el equipo no se resignaba. Tres mecánicos de overol manchado de grasa, más acostumbrados a arreglar camionetas de campo que fierros de carrera, esperaban al “flaco” para ponerse manos a la obda. El jefe, Don Robison, un viejito bigotudo, levantó el capó y murmuró:
—¡Conchale… la manguera del radiador se soltó, se fue a la cresta el agua!
El resto se miró, sabiendo que eso, en teoría, era abandono seguro. Pero no en este taller.
—Tráeme el alambre que usamos pa’ amarrar la parrilla del asado —gritó —¡Y pásame la cinta aislante!
Mientras tanto, un mecánico joven soplaba el motor como si con aire pudiera enfriarlo.
El público observaba en silencio. El comentarista, incrédulo, narraba cada movimiento con talento:
—¡Atención! El equipo del 17 está haciendo lo imposible por sacar de vuelta el auto a la pista! Señoras y señores, esto es pura pasión… ¡parece que lo están logrando!
Con rapidez aseguraron la manguera, rellenaron con lo poco de agua que quedaba en una botella de bebida y, tras un par de rezos y maldiciones, bajaron el capó.
—¡Dale, enciéndelo! —ordenó el Don Robinson.
El motor rugió medio tosco, pero prendió firme. En las tribunas, la gente explotó en gritos y aplausos.
El “flaco” volvió a la pista, rezagado pero entero. No ganó la carrera, pero cada curva que daba era acompañada de una ovación. Al terminar, paseó el auto frente al público saludando.
El comentarista cerró con voz ronca:
—Hoy no hubo trofeo para el 17… pero hubo corazón y un taller que nos demostró que en Chile hacemos milagros. ¡Esto, señoras y señores, es automovilismo!
El equipo, entre sudor, risa y humo, se abrazó como si hubieran ganado el campeonato del mundo.
Por Nico Altamirano.